Alberto Piernas

El desierto amable




Baduwa llevaba demasiadas horas arrastrándose por el desierto. Un oleaje de reflejos solares sacudía los páramos e inclinaba algo más las encinas salpicadas, y en su mente se dibujaban imágenes de manantiales, lluvia y un océano que nunca antes había visitado. La boca, de cartón, era asaltada por los suspiros de arena, mientras el cuerpo se adhería al suelo como una lagartija indefensa. Veía algo al fondo, parecía un pueblo de tejados hechos con pieles de animales; también una franja azulada tras suya. Se detuvo en mitad del desierto y se colocó en posición fetal, apenada, intentando llorar. Sin embargo, en el cuerpo más seco del mundo no quedaban ni lágrimas que pudieran saciarla. El cielo comenzó a teñirse de nubes grises que tomaron el relevo de aquellas blancas que migraban a lugares menos infames. En algún momento echó la vista atrás y vio los dos cuerpos tostados, inertes en la lejanía. ¿Tendría sentido seguir avanzando? ¿Debería entregarse allí, junto a los suyos? La imagen del pueblo parecía latir en la lejanía, a unos kilómetros que dudó en recorrer mientras su saliva se convertía en mantequilla. Intentó avanzar algo más, bajo una naturaleza que jugaba con sus insignificantes huéspedes. ¿Qué haría al llegar al pueblo, tras saciarse de agua y llorar en la oscuridad de una habitación? “No lo sé, no sé. . ." susurraba en voz baja. “Te esperaré cielo gris, pero ven pronto". Continuó arrastrándose, cada vez más cerca del pueblo, cuyo espejismo comenzaba a distorsionarse hasta convertirse en manchas marrones arrancadas por el viento. La locura era un pueblo, y el cielo se hacía esperar. Derrotada, volvió a tumbarse en el suelo, lanzando una mirada allá atrás donde parte de su vida era pasto de las moscas. Miró al cielo con la boca abierta, esperando el estruendo. El cielo estremeció el desierto y sus ojos comenzaron a cerrarse. De repente sintió una gota en los labios, un torrente acariciando su lengua, el cuerpo dolorido al estremecerse por la entrada del agua. Su cuerpo era un barrizal, y la memoria una bola de cristal que explotaba en mil pedazos. Volvió a mirar hacia atrás, después al horizonte, y no vio nada. Ni a su familia, ni el pueblo, sólo el desierto mojado tras muchos años. Y decidió quedarse allí, haciendo el amor con la lluvia entre dos caminos, en medio de un desierto que convertía la ilusión en el más necesario de los derechos.