Alberto Piernas

Los hijos del viento

Los pescadores habían devuelto sus barcas al mar, sorteando ruedas y árboles caídos, restos de muchas cosas. El canto de las gaviotas se elevó entre las palmeras agotadas y casas de barro que salpicaban el golfo, su patio de recreo favorito. Y mientras las vacas retomaban sus posiciones sedentarias, un niño llegó corriendo: - ¡Baba! ¡Baba! - gritó atravesando la playa-. Su padre, sumergido en el humo de un beedi mientras cargaba con la barca azul, levantó la mirada curioso, posando sus manos en los hombros del niño cuando éste llegó exaltado. El pescador y su hijo cruzaron la playa hasta alcanzar un cañar del que colgaban retales y bolsas de plástico, atravesaron la maleza y allí la encontraron, en un ataúd de barro. Lucía aún el sari verde de la tarde anterior, a juego con sus ojos. La nariz aguileña seguía intacta entre mejillas pomposas, y la sonrisa luchaba con los labios temblorosos. Aquella mujer inerte permanecía rígida, con los ojos entrecerrados dirigidos al cielo y la sonrisa luminosa con la que se iría al otro mundo, a otro diferente a los dos anteriores. - ¿Cómo se llama? - susurró el pescador al oído. Pero no contestó, sólo sonreía.

El sari verde de los miércoles, su favorito, el que resaltaba sus ojos. El que a él le gustaba. Sentada sobre la cama individual, Sheyda avistó a uno de los pavos reales de la señora Cucumber trepando por la verja de cañabrava, confundiendo sus colores y movimientos sinuosos con el trópico. Sobre la hoja de platanera cayó una gota, sonidos de un silencio impuesto que llevaba soportando en la habitación desde hacía ya tres días. Era su castigo, infringido por un marido cuya voz escuchaba al otro lado de la puerta, agitada y nerviosa, contenido por una madre manipuladora que nunca soportó a su nuera. Ambos habían encontrado un buen motivo para encerrarla, por sus pecados, también como justificación a viejos rencores. - No debiste casarte con una mujer tan seca – la oyó decir una vez a través de la puerta, a lo que Sheyda respondía llevándose la mano al vientre de forma irracional, buscando al hijo que nunca tendría.

La mañana fue tornándose gris, tanto, que también el lunar rojo tatuado entre sus cejas pareció ensombrecerse. A Sheyda le gustaban los cielos grises en aquella época, agudizaban su tristeza de forma masoquista y volvían el mundo un lugar más íntimo, privando al resto de la felicidad que a ella se le escapaba. El pavo real cantó desde algún lugar, las ficus comenzaron a temblar y el aire agitó fuertemente las cortinas. “Tan cerca y tan lejos", pensó Sheyda, y volvió en sí cuando la puerta de la habitación se abrió bruscamente poco después.

- Nos evacuan – musitó el marido, evitando mirarla.

Ella no contestó. Ni siquiera dirigió la mirada a aquel hombre al que una vez sus padres eligieron para pretenderla. Sabía que no se encontraría cómodo luciendo a una mujer traidora ante las miradas chismosas que se apelotonarían en los templos y mezquitas pero, por otra parte, aún quedaba algo de honestidad en él. Su suegra, directamente, había salido de casa cargando los bártulos esenciales, con los labios apretados y el cuello girado en cuanto la vio salir. Sheyda apenas cogió equipaje, tan sólo siguió a su marido con la mirada perdida en los márgenes de sus vistas, buscándole. El trópico parecía desnudo y cabizbajo, como ella, esperando el veredicto de jueces más elevados. Los tres tomaron la vereda que partía desde la casa colonial de fachadas azules, no sin antes mirar atrás y rescatar sus recuerdos, por si acaso.

Algunos vecinos ya habían accedido a la senda principal que conducía al templo, donde los monjes habrían preparado bandejas de naan, encurtidos de mango y té caliente. - ¿Vais al templo? - preguntó la suegra a unos vecinos. Pero ninguno le respondía. - No estoy segura de que debamos ir al templo, quizás podríamos caminar más hacia el interior – prosiguió, mientras recogía un mechón blanco similar al de la Primera Ministra. Sin embargo, tras unos minutos hablando sola, se percató de la ausencia de su hijo y su nuera; se habían detenido unos metros atrás.

- ¡No, Sheyda! - gritó el marido, consciente de la cercana ubicación de la casa donde aquel intocable aún permanecería por obligación, condenado a ser rechazado en los templos y principales refugios. Su mujer mantenía la mirada perdida mientras sonreía, como si el viento hubiera susurrado una poesía en sus oídos. “Ravi, los árboles susurran tu nombre". “Te imagino junto a una taza de té frío de tanto pensar, en la que cae el agua de una de las goteras".

Corrió.

Sheyda abandonó a su marido en mitad del camino. Él la siguió mientras gritaba su nombre, bajo un cielo que parecía romperse, que bramaba, elevando carretas y coches, rociando la selva con los suspiros del mar. Sheyda sólo podía correr hacia esa casa, hecha de piedras y techo de palma, situada al otro lado de los eucaliptos, en una calle de nombre Tentaciones. La vivienda permanecía apartada del vecindario, sin verjas ni cimientos nobles, el lugar apropiado para el eslabón de una jerarquía marginal. Sheyda irrumpió en la casa de forma súbita, sacrificando su porte habitual mientras jadeaba de pasión. Le buscó en la cocina – si es que así podía llamarse -, también bajo el mantel de la mesa y la cama, pero sólo encontró recuerdos almacenados tras muchos paseos clandestinos bajo la luna de medianoche.

Volvió a abandonar la casa, pensando que también quizás él había ido a buscarla. La tierra se ensombreció por completo, embriagada por el caos, el viento y el agua. Creyó oír la última canción de los árboles mientras corría, parecían guiarla, como siempre hicieron. Le vio. Vestía andrajos color blanco antiguo para resaltar sus brazos fuertes y oscuros. Ravi parecía surgir de un musical ambulante, luciendo una sonrisa excitada y los cabellos erizados por el cielo. Se encontraron en medio de los vientos, aquellos que reducían los prejuicios e imposiciones a meras anécdotas, liberando las voluntades para permitir a sus dueños bailar con ellas. Los amantes del ciclón frotaron sus pieles mojadas, confundiendo el aire con los alientos, bailando entre las palmeras doloridas. “Llévame alto, muy alto", le susurró Sheyda al oído. Fue entonces cuando los fenómenos del mundo se abrazaron, atrapando a unos hijos extasiados cuya resaca recogerían los pescadores al amanecer.