Alberto Piernas

Tardío



Santiago Pinto no sabía cómo había terminado allí. Recordaba haber dejado a su enferma madre encamada, junto al bastón que siempre se negó a abandonar como aliado tras la huida de su marido. Volvía a intentar recordar. Había llegado un viejo compañero de infancia que le empujó al exterior con la excusa de rememorar los tiempos de la escuela. “Tu madre duerme, no se enterará". Después vinieron los tequilas, muchas miradas, un perfume.

Frente a él, la mujer que llegó de la República Papaya extendía su piernas sobre la cama de una habitación del barrio pescador. Su piel compartía el color de las arenas movedizas que atraían el sur dormido de Santiago, quien, inevitablemente, se veía empujado hacia los páramos andinos y la almohada formada por la negra melena en la que debía vivir un guacamayo. Todo le daba vueltas, aunque el huracán imprevisto le había vuelto decidido por primera vez en treinta y tres años. Se incorporó hacia el volcán sin vacilar, impulsado por el alcohol que buscaba nuevos sabores; Así debía ser la incursión de Santiago en el mundo tras tantos años de cautiverio. La prostituta nunca revelaba su nombre, pues prefería hacerles pensar que ellos tenían el control y ella era un mero instrumento, cuando en realidad actuaba como una maestra demasiado distante como para ser reconocida, curtida por la savia y la selva, acrecentada por los placeres negados de aquellos hombres tristes.

Para cuando alcanzó sus entrañas, la memoria de Santiago escupió un recuerdo en el que su madre le golpeaba con un bastón, haciéndole pagar por el abandono del único hombre amado. Un maltrato que se vería perpetuado por una esclavitud inevitable por parte del hijo. De repente, el recuerdo de Santiago se desvaneció, dando paso a un cielo azul que nunca antes había sobrevolado los oscuros manglares de su mente. Luego sintió frutas tropicales estrujadas sobre su nuca y las olas de un mar esculpido en zafiros devorando la cama, el recuerdo de personas que nunca conoció, el placer como una nube elástica que podía ser estirada durante mucho más tiempo. Sus pupilas golpeaban el techo de los ojos, eclipsados por el drenaje de los pesares contenidos.

Cuanto tiempo había tardado en salir al mundo, pensó Santiago minutos después, arrodillado sobre una cama mojada de lágrimas y sudor, con la espalda salpicada por la fruta que una ninfa del trópico devoraba satisfecha.